TRATADO DE LA RETORICA DE ARISTOTELES.
1. La retórica como arte
La Retórica de Aristóteles es
un “arte”, una tékhne, es decir, un tratado teórico-práctico sobre un objeto
concreto, en este caso la palabra persuasiva, el discurso retórico. Es decir,
es un conjunto sistemático de conocimentos universales teórico-prácticos que
rebasa el nivel de la mera experiencia (empeiría, palabra de la que procede
nuestro adjetivo «empírico»).
Es experiencia el constatar que a Sócrates o Calias y otros muchos, enfermos de
tal o cual enfermedad, les tocó padecer esto o lo otro. Es “arte”, en cambio,
el saber que a Sócrates, a Calias y a otros muchos de la misma constitución
física (flemáticos o biliosos, por ejemplo), enfermos de una constitución
física genérica reductible a la unidad, cuando les ataca determinada
enfermedad, les pasa exactamente esto y no eso otro (Aristóteles, Metafísica
981a).
Las “artes” comienzan en Grecia
en el siglo V a.J.C. y son el claro exponente de la confianza generalizada en
la razón como generadora de conocimientos teórico-prácticos sobre cualquier
realidad del mundo o de la vida.
Todo se puede investigar, sobre
cualquier tema se puede primero acopiar los datos, “los hechos evidentes”
(phainómena), como los llamaba Aristóteles, seguidamente teorizar sobre ellos,
y, por último extraer de esa teoría conclusiones prácticas. No hay más que
formular una teoría basada en los hechos y luego subrayar los puntos teóricos
relevantes que permitan una inmediata aplicación práctica de ella que resulte
correcta y exitosa.
2. Las Artes Retóricas
prearistotélicas
Las Artes Retóricas o Artes de
los Discursos o simplemente Artes, como a la sazón se llamaban, existieron ya
en el siglo V a.J.C. Fue el propio Aristóteles quien, en una obra que sólo
conocemos indirectamente, titulada Colección de Artes Retóricas, en la que
exponía compendios de las Artes Retóricas anteriores a la suya, se refería a la
del siracusano Tisias como la primera de ellas.
Este Tisias, junto con Córax,
tal vez su maestro, fueron según Cicerón en el Bruto (46 ss.) los inventores de
la retórica en el sentido de haber sido los primeros en componer, en la
Siracusa del segundo cuarto del siglo V a. J. C., el primer tratado titulado
Arte sobre los discursos persuasivos, el primer tratado de lo que más adelante
dará en llamarse Retórica.
La necesidad de escribir un
arte sobre la capacidad del lenguaje para persuadir surgió en Tisias de las
circunstancias socio-políticas del momento en Siracusa. A la caída de la
tiranía sucedió en esta localidad, en el segundo cuarto del siglo V a.J.C., la
instauración de un gobierno democrático que puso en marcha un nuevo sistema de
procedimiento judicial: el de jurados populares elegidos por sorteo ante los
que todo litigio habría de debatirse. En especial debían litigar ante ellos los
antiguos propietarios de tierras que, habiendo sido confiscadas por los
tiranos, ahora, tras la instauración del nuevo régimen, las quisieran
recuperar. (La retórica es, pues, hija del estado democrático y del interés
económico que indefectiblemente suscitan la propiedad, el dinero y el capital).
Para ello los litigantes debían
manejar un argumento esencial en retórica, el «argumento de probabilidad», el
eikós. Este concepto de la “probabilidad” encaja muy bien en esa generalizada
confianza en la razón que caracteriza el espíritu de las “artes”. Parte de la
base de que el ser humano suele obrar de una manera racional y predecible y
que, a falta de pruebas o incluso por encima de pruebas dudosas o discutibles
indicios, la reconstrucción de un hecho del pasado no puede hacerse sino a
través de lo que parece “verosímil” o “probable”, de lo eikós.
En la actualidad contamos con un ejemplo clarísimo del «argumento de probabilidad»,
del eikós, a saber, el famoso criterio del “cui prodest?”, “¿a quién
aprovecha?” un asesinato –pongamos por caso–, pues, como los seres humanos nos
dejamos arrastrar con frecuencia por la codicia, “probablemente” quien se
aproveche de la herencia del asesinado es el asesino.
Después del manual de Tisias el
siracusano se escribieron sin duda alguna otros, pero ya no en Siracusa, pues
el interés por la retórica no tardó en trasladarse a la pujante Atenas, a la
sazón, mediados del siglo V a. J. C., una potencia política e intelectual de
primer orden, en la que el movimiento cultural y filosófico de la Sofística se
encontraba ya por entonces en plena efervescencia.
Dejando ahora aparte a Gorgias
de Leontinos, un filósofo que fundamentó la retórica, debemos mencionar a un
sofista y rétor famoso, Trasímaco de Calcedón, cuyo floruit o “flor de la edad”
(la de los cuarenta años) se sitúa en torno al 400 a.J.C., autor de un “arte”
en el que explicaba, a través de una colección de epílogos (los epílogos son
las peroraciones o partes finales de un discurso) que enseñaba a ejecutar o
pronunciar debidamente, cómo lanzar descargas emocionales a los jurados en
forma de llamadas a la compasión hacia el acusado.
También estudió la eficacia del
variado ritmo de la prosa y de la construcción de períodos amplios y
artísticamente desarrollados en los que se trataba de evitar el hiato (el hiato
es la disonancia que resulta del encuentro de una vocal final de palabra con la
inicial de la siguiente).
Otro manual de retórica o
“arte” que también había reseñado Aristóteles en la mencionada Colección de
Artes Retóricas era el de Teodoro de Bizancio, que trataba de las partes de que
ha de constar un discurso (las canónicas eran cuatro para la oratoria judicial:
proemio, narración, argumentación y epílogo) y la necesidad de introducir otras
acompañadas a su vez de divisiones y subdivisiones.
De manera que cuando nuestro
filósofo emprendió la escritura de su Arte Retórica, tenía ante sí y conocía
perfectamente los tratados de sus predecesores en el empeño. De hecho había
escrito una Colección de Artes Retóricas que podía tener ante los ojos a la
hora de redactar su Retórica. Este procedimiento de tener por delante los
datos, los hechos indiscutibles, los “hechos evidentes” (phainómena) y la
bibliografía de quienes han tratado previamente del tema que él se dispone a
abordar es muy típico de Aristóteles, un singular ejemplar de filósofo,
filósofo platónico y a la vez empírico, una combinación perfecta de opuestas
metodologías sumamente difícil de conseguir y de llevar a buen término.
3. El peculiar filósofo Aristóteles
Aristóteles es el más brillante
discípulo del gran filósofo Platón, pero es un peculiarísimo filósofo, porque
es un platónico empírico. Ahora bien, por extraño que ello pueda sonar, aquí
empieza el camino para entender su Retórica, que, en caso contrario, pudiera
parecer extremadamente contradictoria consigo misma.
En realidad, Aristóteles compone un Arte Retórica que pudiera haber complacido
a su maestro Platón que tan profundamente denostaba la que en sus tiempos se
consideraba tal. Así pues, entre la empírica y real retórica práctica de
rétores y sofistas y la que pudiera haber aceptado su maestro Platón sitúa
Aristóteles su nueva Arte Retórica.
Lo más genial del tratado
aristotélico es que su autor con él no niega el pan y la sal a la retórica,
sino que la acepta empíricamente y además la platoniza, es decir, la pone al
nivel de los universales, de las ideas que se abstraen de las experiencias, y
la moraliza.
Creo que así hay que entender este excelente tratado, en el que nuestro
filósofo se esforzó en seguir las directrices de su maestro sobre lo que
debería ser una retórica ideal, y, al mismo tiempo, no echó en olvido la
retórica real tal y como se concebía y practicaba en su tiempo, pues además de
ser platónico por su escuela, era empírico en su manera de abordar el estudios
de los hechos, de los incontestables hechos (phainómena) que imponen su
realidad con infrangible tozudez .
En primer lugar, por tanto, a
la hora de redactar su obra tenía delante sus notas o el tratado ya redactado
que llevaba por título Colección de Artes Retóricas. Eso ya es muy buena señal
de sano proceder empírico.
Este procedimiento –ya lo hemos
dicho– es muy aristotélico. A eso llamaba el magistral filósofo acopiar los
datos indiscutibles, los “hechos evidentes”, los “fenómenos” (phainómena), sin
los cuales no cabe pergeñar ninguna teoría.
A nuestro filósofo, en efecto,
le encantaba disponer de colecciones de datos indiscutibles y evidentes para
luego teorizar partiendo de ellos. Por ejemplo, las arenas del desierto nos han
devuelto, a finales del siglo XIX, una obrita titulada La constitución de los
atenienses, que no era sino un fragmento de una colección más amplia de
Constituciones de ciudades-estado griegas con la que nuestro filósofo
trabajaba. Pues, efectivamente, todos los datos contenidos en sus
Constituciones los utilizó en la confección de su obra titulada Política. Así
se explica que este tratado suene con frecuencia a trabajo concienzudo y
fiable, independientemente de que estemos o no de acuerdo con la doctrina en él
expuesta.
Sólo así se entiende, también,
que en un amplio pasaje de esta importante obra (1290b-1291b) su autor nos
abrume con una clasificación de las varias formas políticas adoptadas en
diferentes ciudades-estado griegas por los órganos de sus respectivos cuerpos
políticos. Es una clasificación que suena a las archiconocidas clasificaciones
de las especies de los animales por la disposición de los órganos de sus cuerpos,
del tipo de las que encontramos en su Historia de los animales.
4. El biólogo platónico
Quien se percate de este hecho
que estamos comentando se dirá a sí mismo que nuestro Aristóteles es de cierto
un filósofo empírico que no lucubra en el vacío sino apoyándose estrictamente
en los datos indiscutibles o “hechos evidentes” (phainómena) de los que
dispone, un filósofo empírico que investiga empleando un método similar al del
biólogo que clasifica rigurosamente las especies de los seres vivos que contempla.
En efecto, se ha dicho de él
que la materia de estudio en la que más a gusto se encontraba era la biología,
campo en el que realizó importantísimas observaciones, hasta el punto de que
Darwin escribió en cierta ocasión: “Lineo y Cuvier han sido dos dioses para mí,
pero ambos fueron dos meros escolares en comparación con el antiguo
Aristóteles”.
Pero hay otros pasajes en su vasta e interesante obra, incluso en sus tratados
biológicos, que nos dan una impresión distinta a pesar de que en ellos nos
conduzca por el camino de la empírica biología, disciplina en la que tan bien
se manejaba. Ante ellos nos quedamos perplejos al contemplar la figura del
filósofo que, como un centauro, es a la vez empírico y platónico.
Por ejemplo, en la Poética, volviendo sobre la idea platónica de que una obra
de literatura ha de ser orgánicamente unitaria, como los seres vivos, con sus
partes armónica y proporcionalmente dispuestas en su relación mutua y en su
relación con el todo, afirma que la obra bella ha de ser como el ser vivo y
orgánico, como el animal que tiene sus partes tan perfectamente integradas, que
su belleza, su «forma», se identifica con su «para qué», o sea, con su “causa
final” (Poética 1450b34).
Así pues, la “causa formal” y
la “causa final” son idénticas en el área de la biología, en el dominio de la
Naturaleza, y la realización de la “causa formal” de una cosa natural es al
mismo tiempo el cumplimiento de su finalidad o “causa final” (entelequia).
La conclusión de este
metafísico y muy platónico planteamiento es que del mismo modo debe ocurrir en
el dominio del arte, ya que el arte –nos enseña el Estagirita– “imita a la
Naturaleza” (Fisica 194a21).
El fin propio de un ser es
realizar su “forma”. Por ejemplo, el fin propio del hombre es el de ser lo más
hombre posible, el fin de toda la Naturaleza es el ser lo mejor posible.
La Naturaleza, por consiguiente, no hace nada en vano, la Naturaleza se comporta
como si previera el futuro (Sobre la generación de los animales 744b16; a36;
Sobre las partes de los animales 686a22, etc.). En su Sobre las partes de los
animales, un tratado fundamental para entender al filósofo, leemos una frase
sorprendente que dice así: “Y aquel fin por el que se ha constituido o ha
llegado a ser ha ocupado el puesto de la belleza” (645a 25).
Es decir, el filósofo ve la
belleza en un animal, en un ser vivo, orgánico, porque sabe apreciar su “forma”
en cuanto resultado de una “causa final” que “no ha operado al azar sino con
vistas a un determinado objetivo” (645a 23). Con ese mismo pensamiento, con
idéntico planteamiento, encara la obra poética y el discurso retórico y de él
usa como criterio para juzgarlos.
Es decir, en este pasaje
Aristóteles sigue operando con la observación empírica de los animales, pero su
pensamiento es platónicamente teleológico, o sea, partidario de la existencia
de una finalidad en la marcha del universo. En la Naturaleza la “causa final”,
a la que todo tiende, se identifica con la “causa formal”, con la forma y la
belleza misma de cada cosa, de manera que en cada cosa la belleza coincide con
su inteligibilidad.
Éste es el Aristóteles
platónico que, sin embargo, no cree, como su maestro, que las “Ideas” estén en
un mundo aparte, fuera de éste, sino aquí, en el mundo mismo.
La teleología de Aristóteles es inmanente, interna a cada especie de ser vivo
en sus estudios biológicos. Las operaciones teleológicas las realiza la
Naturaleza y sólo alguna vez “la Naturaleza y Dios” (“Dios y la Naturaleza no
hacen nada en vano”, Sobre el cielo 271a33).
Debo confesar que, aunque lo
que digo suene paradójico, nunca he visto a un Aristóteles más platonizante y
platónico que el Aristóteles que hace biología, el que, por ejemplo, estudia
las partes de los animales. Soy consciente de que este aserto equivale a decir
que cuando Aristóteles es más empírico es cuando a la vez más platónico resulta
ser.
Escribió, justamente, como ya
sabemos, una obra titulada así, las Sobre las partes de los animales, en cuyo
inicio deja bien sentado que para el biólogo la “causa final” es más importante
que la “causa eficiente”, y más adelante afirma que en el estudio de los
animales la fusión de la “causa final” y el “bien” resulta aún más clara que en
las obras de arte, en los artefactos, que son imitación de la Naturaleza
(639a16-21). Insisto: el Aristóteles biólogo se nos muestra sumamente apegado a
la doctrina teleológica de su maestro. Pero el platonismo de Aristóteles es aún
de más hondo calado o de mayor envergadura de lo que a primera vista pudiera
parecer.
En primer lugar, Aristóteles es
platónico al afirmar, coincidiendo con su maestro, que lo único conocible, si
queremos hacer ciencia, es la “forma”, la “idea”, el “universal”.
O sea, que aunque por sus manos pasaran miles y miles de especímenes
individuales de un tipo determinado de animal, nada seguro ni fiable –pensaba–
se podría llegar a saber de ellos si no se los colocase en el homogéneo y
globalizador contexto de su especie, de su “forma”, su “idea”, su “universal”,
y a partir de ese momento se estudiarán todas las peculiaridades comunes a los
individuos que la conforman.
Esas “formas” –nos viene a decir el filósofo– no son entes de ficción, sino que
están ahí en la realidad enteras y verdaderas, pues es increíble la regularidad
casi estricta con que las diferentes especies se reproducen normal y
regularmente a sí mismas en el ámbito de la Naturaleza.
Aunque existen sin duda en el
reino animal casos de malformaciones e individuos monstruosamente anormales
debido, por ejemplo, a partos prematuros, todos esos casos pueden y deben ser
considerados excepciones a la “regla”, a una “regla” que –por eso la llamamos
así– se cumple con una pasmosa rigurosidad, con una exactitud casi o prácticamente
absoluta, pues la gran mayoría de ejemplos de regularidad de la “forma” frente
a las escasas excepciones discrepantes es aplastante en el reino animal.
En segundo lugar, Aristóteles
es platónico hasta la médula al aceptar la teleología tan bien expuesta por su
maestro en ese precioso diálogo que es el Timeo, en el que se exponen muchos
ejemplos tendentes a demostrar la existencia de un designio o proyecto racional
al que tienden con exacta regularidad las criaturas vivas del mundo animal, las
cuales poseen unas partes tan bien adaptadas entre sí y con relación al todo
que configuran, que sin duda alguna hay que concluir que tan excelente,
regular, proporcionada y armónica disposición se debe a la necesidad impuesta a
ellos y como grabada a fuego en su esencia de cumplir una «causa final»
mediante una tendencia a la perfección o «causa final» inexcusable escrita
indeleblemente en el universo.
Pues bien, Aristóteles,
siguiendo en este punto a pies juntillas la doctrina de su maestro, no alberga
la menor duda acerca de que uno de los fines del estudio biológico sobre las
partes de los animales que él está realizando es el de demostrar que en el
“microcosmo” o “pequeño mundo ordenado” de esos seres vivos y orgánicos que
tanto le gustaba estudiar nos topamos con el mismo orden y la misma belleza del
“macrocosmo” o “gran mundo ordenado” que es la Naturaleza inscritos imborrable
y permanentemente en él.
Aunque el mundo de los seres
vivos–piensa Aristóteles– no es tan regular o uniforme como el de los cuerpos
celestes que giran y se mueven con una precisión y una exactitud implacables,
en el mundo animal se puede contemplar con gran facilidad el hecho de que en él
no interviene en absoluto la casualidad o el azar, sino que todo tiende a un
fin y que como resultado de esa tendencia al fin se instala en los seres vivos
la “forma bella”, la “idea perfecta”, la “belleza” (Sobre las partes de los
animales 645a23ss).
La idea platónica del “Bien”,
identificable con la de la “Belleza”, se confunde, asimismo dentro de la doctrina
del discípulo Aristóteles, con la “causa final” de la Naturaleza (Metafísica
983a31). Todo tiende al “bien” en el universo: las plantas existen para el bien
de los animales y los animales para el bien del hombre (Política 1256b15).
5. El platónico empírico
A mí, por consiguiente, me
parece que el discípulo (Aristóteles) no rechazó la “Teoría de las Formas” del
maestro como consecuencia de sus detalladas investigaciones en biología.
Lo que hizo, más bien, el gran
filósofo fue colocar las “formas”, las “ideas”, los “universales” de su maestro
sobre la faz de la tierra, en el mundo que contemplamos con nuestros propios
ojos, en el mundo sublunar de la biología que él estudiaba con tanto ahínco,
asombro y apasionamiento.
Es decir, aplicó la platónica
doctrina de su maestro a los inmediatos datos empíricos de sus estudios
biológicos. Con la filosofía de Aristóteles, las “Ideas platónicas” abandonaron
su lugar celeste y comenzaron a habitar entre nosotros. Forjó así una filosofía
platónico-empírica en todos sus campos, todo lo filosofó con un sólido
pensamiento platónico-empírico.
Y lo mismo hizo,
metodológicamente, –creo yo– con la retórica, a saber: aceptó empíricamente la
existencia del discurso retórico con todos sus defectos, desaciertos y
desatinos y lo dignificó platónicamente alumbrándolo con la filosofía de su
maestro.
No asesinó la retórica, sino que le confirió status de “arte”, de disciplina
capaz de ejercer un control epistemológico sobre sus hechuras, o sea, los
discursos retóricos. Y además, al hacerla controlable por el criterio de
verosimilitud, próximo al de la verdad, la domó, la sujetó a cánones y normas
precisas y de este modo la hizo moral. O sea, aunque parezca mentira, la
platonizó.
Por tanto, frente a la opinión
de W. Jäger (Aristoteles. Grundlegung einer Geschichte seiner Entwicklung,
Weidmannsche Buchhandlung, Berlín 1923; Aristóteles. Bases para la historia de
su desarrollo intelectual, trad. esp., FCE, México 1946; 3ª reimpr. FCE, Madrid
1993), que explicaba la doctrina aristotélica como la de un platónico que se
fue haciendo empírico poco a poco, con el tiempo, apartándose así de los
fundamentos epistemológicos y los puntos de vista de su maestro, en mi opinión
el Estagirita fue desde muy pronto un filósofo “platónico-empírico”, o, si se
prefiere, a la vez “platónico” y “empírico”, capaz, por una parte, de hablar de
los “los fines de la Naturaleza”, y, por otro lado, de reconocer que la
Naturaleza no delibera (Física 199b26), que no está necesariamente controlada
por una mente divina desde fuera de ella misma y que los fines de los objetos y
de los seres vivos animales o plantas son inmanentes a ellos mismos.
Pues bien: ¿qué hacemos ahora
con un filósofo tan peculiar que es a la vez platónico y empírico? Pues,
sencillamente, lo que nos habíamos propuesto, es decir, explicar la Retórica
que compuso, porque –modestamente lo digo– de otra manera la veo llena de
contradicciones y no consigo entenderla. Si la Retórica no la compuso un
filósofo a la vez platónico y empírico, resulta un tratado del todo
ininteligible.
6. Aristóteles frente a la retórica
Aristóteles fue un filósofo
griego del siglo IV a. J. C. que, nacido en Estágiro (más tarde Estagira), era
súbdito del rey de Macedonia pero estaba enamorado de la cultura ateniense y
sus manifestaciones y, entre ellas, de la retórica deliberativa o política que
floreció a la sazón en Atenas como nunca.
No olvidemos que Aristóteles es
rigurosamente contemporáneo de Demóstenes, el mejor orador político de todos
los tiempos. Resulta por ello curioso que el Estagirita ignore prácticamente a
tan insigne figura de la oratoria en una obra como la Retórica, a no ser que
para explicar este chocante hecho recurramos a la idea de que la política todo
lo envenena y recordemos que el año 338 a. J. C., el monarca Filipo de
Macedonia, en la batalla de Queronea, acabó con el ideal político de la pólis o
ciudad-estado griega independiente y autárcica o autosuficiente que el orador
Demóstenes, autor de incendiarios y patrióticos discursos políticos contra
Filipo (las Filípicas), se había pasado la vida defendiendo como modelo
político de Atenas y de las demás ciudades-estados griegas.
El año 367 a. J. C., cuando no
contaba más que diecisiete años, se trasladó a Atenas a estudiar en la Academia
con Platón y en ella permaneció durante veinte años, hasta la muerte del
«divino filósofo» el año 347 a. J. C., primeramente como estudiante y más tarde
como investigador.
Pero durante los tres primeros
años de su estancia Platón no se encontraba en Atenas sino en Sicilia y el joven
discípulo tuvo el necesario tiempo para madurar una filosofía
platónico-empírica, compuesta de elementos de la filosofía de su maestro
aprendida en la Academia y elementos de su propia experiencia en la ciencia
natural, más concretamente en la biología, en cuya investigación le había
iniciado su padre, que había sido médico personal y amigo del monarca macedonio
Amintas II en la corte del reino situada en su capital Pela.
El primer trabajo de
Aristóteles sobre la retórica es el diálogo Grilo, que parece dirigido contra
Isócrates. En él exhibía argumentos que, según Quintiliano (II, 17, 14),
contradecían lo que luego afirmaba en la Retórica.
Pero lo que yo no sé muy bien
es si decía que la retórica en general no era un arte (e incluso que no podría
serlo nunca), o bien que no lo era la particular y concreta retórica de
Isócrates. La cosa cambia muchísimo según sea la primera o la segunda opción la
verdadera.
Yo creo que el Estagirita, más
bien, atacaba la retórica que Isócrates había definido como “correlativa
(antístrophos) de la gimnasia” (Antídosis 181-2) identificando así la retórica
con la filosofía.
Isócrates, efectivamente, en su
renombrada escuela, convertía la retórica en “filosofía” (de hecho él llama
“filosofía” a su retórica), por lo que hacía de la gimnasia el correlato físico
de su filosófica retórica, que sería el entrenamiento del alma y de la mente, o
sea, el ideal de la educación o paideía de la Atenas de la época y hasta de
toda la Grecia contemporánea.
Pero el Estagirita no podía
aceptar la confusión de la retórica con la filosofía, como tampoco la aceptaba
Platón, quien, despreciaba tanto la retórica de su tiempo, que ni siquiera la
consideraba “arte” o saber teórico -práctico, sino que, muy denigrativamente,
la comparaba a la habilidad del cocinero y la definía como “correlativa
(antístrophos) del arte de la cocina” (Gorgias 465d7-e1).
Para Aristóteles, en cambio, la
retórica es un “arte” –y en esto coincide con Isócrates y se aleja de Platón– y
por eso según él no es correlativa (antístrophos) de la burda y mera
“experiencia” (empeiría) que es el arte del cocinero, como afirmaba su maestro.
Pero tampoco es un arte correlativa (antístrophos) de la gimnasia, como sugería
Isócrates, para quien la retórica era la filosofía, es decir, para ser más
exactos, era su “filosofía”.
Oponiéndose a ambos y
haciéndolo notar con el empleo del mismo adjetivo antístrophos, “correlativa”,
que evocaba sus respectivos asertos, Aristóteles nos obsequia en la primera
frase de su Retórica con esta nueva definición: “La retórica es correlativa
(antístrophos) de la dialéctica” (1354a1).
7. Aristóteles entre Platón y los sofistas
Nuestro filósofo, pues, ha
arrojado, en la primera línea de su Retórica, un guante, en señal de desafío,
contra su maestro y contra el a la sazón máximo representante de la retórica
sofística, o sea, Isócrates, el heredero de los sofistas.
Utilizando la misma voz, el
adjetivo antístrophos, para definir y caracterizar la retórica, Aristóteles
está tirando con bala para que se enteren tanto los platónicos como los
isocráticos, es decir, tirios y troyanos.
El lenguaje no es ni culpable
ni inocente, pero sus usuarios, nosotros, los hombres, lo empleamos
frecuentemente o las más de las veces con muy poca inocencia.
Para Platón la retórica (entiéndase: la que se practicaba en sus tiempos) no
era un “arte”, poque nada tenía que ver con la verdad, defendía con igual
empeño una tesis y su contraria y era por ello profundamente inmoral (léanse
los diálogos platónicos Gorgias y Fedro).
Para Isócrates, en cambio, la
retórica era la “filosofía” por excelencia, porque era el “arte” del lenguaje,
y el lenguaje es –argumentaba el maestro de oratoria – el único procedimiento
para conocer la verdad humana, que es una verdad siempre convencional y social
cuya transmisión a través del lenguaje retórico, persuasivo, genera poder
social y produce beneficios políticos (Antídosis 257).
Precisamente por ello la retórica controla el lenguaje, pues la retórica es el
lenguaje mismo que impera en la comunicación entre los individuos en el marco
político-social.
El lenguaje retórico transmite
la única verdad que nos es dado alcanzar, una verdad convencional de validez
político-social. No hay más verdad que la que nos proporciona el lenguaje.
Ahora bien, la verdad que nos proporciona el lenguaje nunca es por naturaleza
(phúsei), sino siempre por convención (nómoi), siempre político-social
(Antídosis 82; 254).
La retórica, pues, por
controlar el lenguaje, la comunicación misma, es un conjunto sistemático de
conocimientos, tan sistemático como el lenguaje mismo, es un “arte” (tékhne),
una filosofía que transmite la única verdad posible, que es la verdad
transmitida por el lenguaje y por tanto político-social. Para Isócrates, por
tanto, la retórica es su “filosofía”, que además de ser esencialmente
pedagógica, posee un altísimo poder político-social (Antídosis 82; 254; 257;
271).
Platón, por su parte, en el
Fedro había pergeñado, contra la imperante retórica real de los rétores y
sofistas de su tiempo, que él rechazaba con toda el alma, una retórica ideal
para que la utilizase el filósofo-rey con sus súbditos o catecúmenos, dando así
una lección de buen hacer político-social a los sofistas, que, en opinión del
Sócrates platónico, empleaban la retórica para su particular medro y
aprovechamiento, sin preocuparse de la verdad ni por ende de la ética ni poco
ni mucho.
Esta platónica retórica ética,
moral, respetuosa con la verdad, debía apoyarse sobre tres pilares
fundamentales:
En primer lugar, debería
transmitir conocimiento verdadero, es decir, el orador debería saber la verdad
sobre el tema del que hable o escriba (Fedro 277B). Es importante no olvidar, a
este respecto, que, al igual que más tarde para Aristóteles, asimismo en
opinión de su maestro Platón, el orador más capacitado para descubrir la verdad
es asimismo el más apto para encontrar lo verosímil (Fedro 273D).
En segundo término, debería
conocer el alma de quien le escucha y el tipo de discurso que más le conviene a
su especie de alma o de carácter (Fedro 277B). Asimismo le vendría bien conocer
la técnica de los silencios, de las intervenciones oportunas y de las especies
de discursos mejor adaptadas y más recomendables para cada caso (Fedro 272A).
Sólo así existiría una verdadera “arte retórica” (Fedro 272B).
Por último, para que un
discurso ejerza su efecto persuasivo –opina el «divino filósofo»–tiene que
estar bien organizado, de manera semejante a como lo está un ser vivo,
orgánico, y no descabezado o sin pies, sino debidamente provisto de cabeza,
tronco y extremidades, y con todas sus partes bien proporcionadas y
relacionadas entre sí y con relación al conjunto en el que se integran
perfectamente (Fedro 264c).
En conclusión:
Aristóteles se encuentra con que los sofistas y los rétores usan de la retórica
que ellos consideran un arte que lo invade todo, porque es fundamentalmente
arte del lenguaje, que es un ente sistemático social y políticamente ubicuo, y creen
que hay que hacer uso de ella sin más ni más en todo contexto político-social.
Relativistas como eran, no hacen caso de una verdad o moralidad absoluta que
regule el discurso retórico desde la lógica y la ética, sino más bien de una
verdad o moralidad esencialmente político-social y por tanto variable.
Pero, por otra parte, Platón
afirmaba que sólo consideraría a la retórica “arte” si enseñara la verdad, se
adaptase escrupulosamente al alma del oyente, al que habría que controlar y
educar a través de un discurso retórico sometido a la ética política (la ética
y la política son inseparables), y, por último, si confeccionara discursos
dispuestos como seres orgánicos, es decir, formalmente bien organizados.
Para Platón en el Fedro la
persuasión consta de tres aspectos: uno, el de la persuasión de una tesis
verdadera a través de un argumento, que es cosa de la dialéctica; dos, el
aspecto psicológico-ético-político que surge inevitablemente del encuentro del
hablante con su auditorio. Y tres: la organización del discurso retórico, que
es un factor importante para que cumpla su esperado efecto.
El orador platónico ideal del
Fedro debe saber la verdad de lo que dice o escribe y luego ha de conocer el
alma de su oyente, con el que entabla una relación, de alma a alma, de carácter
a carácter, de filósofo-rey a súbdito ciudadano, o sea, una relación
psicológico-ético- política, y, finalmente, debe cuidar de la organización y la
organicidad de su discurso.
Tres componentes, pues,
contempla el divino filósofo en su ideal retórica: el dialéctico para
argumentar con la verdad; el psicológico-ético-político, para controlar la
acción persuasiva que se lleva a cabo desde el alma del orador al alma del
oyente; y, por último, el componente estilístico, estético-organizativo, del discurso
que lo hará orgánico, y por ello bien formado y perfectamente organizado.
Pues bien, estos tres
componentes que a guisa de condiciones indispensables el «divino filósofo»
impone a la retórica son asimismo los tres jalones que se vislumbran a modo de
metas que alcanzar en la Retórica aristotélica, como si su autor,
escrupulosamente respetuoso con su maestro, se los hubiese propuesto como
objetivos que lograr a la hora de pergeñar el primer tratado sistemático y
filosófico sobre el poder persuasivo de la palabra o, si se prefiere, del
lenguaje.
Hay dos pasajes de la Retórica
del Estagirita que, a mi juicio, confirman la idea de que en el momento mismo
en que decidió componerla su autor se colocó entre Platón y los sofistas, entre
la exigente retórica platónica y la empírica retórica sofística.
En el primero dice que la retórica es, por un lado, semejante a la dialéctica,
la ciencia que controla la lógica de los argumentos (y en este punto es
platónico), pero, por el otro, se parece a los razonamientos sofísticos, que
atendían sobre todo a ganarse el aplauso del auditorio (1359b11).
Es decir, la retórica en cuanto
método correlativo de la dialéctica, sistemático y lógico, basado en un
conocimiento de causas y efectos, es un “arte” similar o comparable al de esa
rama de la filosofía. Pero la retórica práctica, revestida del atuendo de la
política (1356a 27), como “arte” que no admite la certeza o exactitud absoluta,
sino sólo lo probable, como arte que emplea las proposiciones de todas las
artes y los axiomas comunes a todas ellas, como arte que carece de objeto
concreto y que es capaz de argumentar sobre los polos opuestos de una misma
cuestión, se parece a los discursos sofísticos.
En el segundo, nuestro filósofo
nos dice que la dialéctica, o ciencia que controla la lógica de los argumentos,
es una facultad, mientras que la sofística es una desviación de ese control de
la lógica de la que es responsable la dialéctica (y en este punto es
platónico), pero que sólo existe un nombre para el arte del discurso retórico,
tanto el controlado por la lógica de la dialéctica, como el francamente desviado
de ella, a saber: la retórica (y en este punto es empírico) (1355b17).
Como el razonamiento del
discurso retórico no es necesario, sino sólo probable y persuasivo o
aparentemente persuasivo, en retórica se puede proceder legítimamente aplicando
a los discursos la facultad de la dialéctica, o ilegítimamente, con depravada
intención moral, como hacen los sofistas. El dialéctico escogerá bien entre el
silogismo y el silogismo aparente, el sofista hará su elección de forma
inmoral, distinguiéndose así la dialéctica de la sofística. Pero la retórica,
en cambio, será siempre la misma tanto la regulada por la dialéctica como la
desviada de ella.
8. Los objetivos de Aristóteles en su Retórica:
I.
La constitución de un arte
Ahora discurramos:
El filósofo platónico-empírico
Aristóteles tenía ante sí, al escribir su tratado, su Colección de Artes
Retóricas que le mostraban el generalizado deseo de hacer un arte sobre una
actividad o práctica que en realidad todo el mundo lleva a cabo, a saber, la de
argumentar y hablar en público persuasivamente sobre asuntos generales y
comunes.
Todo el mundo habla para
convencer en los juzgados y las asambleas. Todo el mundo, unos al descuido y
otros por la costumbre engendrada por el hábito, se dedica a pasar revista y
sostener argumentos, a defender y acusar (Retórica 1354a4). Luego si estudiamos
la causa por la que aciertan y alcanzan sus objetivos los que hablan
persuasivamente ya por hábito ya improvisadamente, estaremos haciendo, aun sin
darnos cuenta, un “arte” retórica (1354a9).
Todo el mundo argumenta con el
lenguaje y ahí, justamente ahí, en la argumentación sobre asuntos generales o
comunes convertida en discurso, en el entimema, debe estar el “cuerpo de la
persuasión” (1354a15), y, por tanto, el cuerpo de la retórica, que se puede
engalanar luego con más o menos vistosos ropajes.
Todo el mundo, pues, aun sin
saberlo, practica la dialéctica y la retórica.
Existía un arte, la dialéctica, la aplicación de la lógica a las cuestiones
filosóficas, cuya función era la de estudiar el raciocinio deductivo
(silogismo) o inductivo (inducción) con vistas a alcanzar la verdad. La
dialéctica, entendida todavía al platónico modo, era el arte de las
definiciones y de las demostraciones de las que hacen uso las ciencias
particulares (Aristóteles, Tópicos 146a26).
Pues bien, la retórica podría
apoyarse en la dialéctica, de cuyo carácter de “arte” nadie dudaba y hacer de
la retórica una dialéctica sobre las opiniones, sobre los asuntos opinables,
sobre “las cosas que pueden ser también de otra manera” (1357a 24), “sobre las
cuestiones de las que es costumbre deliberar” (1357a1) en la ciudad-estado, es
decir, en nuestro marco político-social, “y de las que sin embargo no tenemos
artes” (1357a2).
En tal caso, podría aplicarse a
la retórica todo ese arsenal de estrategias lógicas que, en dialéctica, el
Estagirita llamaba “tópicos”, de los cuales nos ofrece nada menos que
veintiocho en el capítulo veintitrés del libro segundo de su tratado de
retórica.
Ejemplo de tópico dialéctico-retórico: en dialéctica se estudian los términos
de relaciones recíprocas, pues frente a “Antonio es amigo de Juan” y “Juan es
amigo de Antonio”, no caben las frases “Antonio es padre de Juan” y “Juan es
padre de Antonio” [“Juan es hijo de Antonio”]. El primer término, “amigo”, se
puede aplicar a la vez a los dos miembros de la frase, lo que no ocurre en el
caso de “padre”e “hijo”.
Pues, del mismo modo, en
retórica, como “vender” y “comprar” son opuestos relativos de una relación,
puede alguien argumentar así: “si para vosotros no es deshonroso vender los
impuestos, tampoco para mí lo será comprarlos”(1397a26). En cambio, deducir que
si alguien sufrió justamente un castigo fue porque el que se lo impuso se lo
aplicó justamente, es una falsa deducción, un “paralogismo” o falacia, pues tal
vez quien lo sufrió lo merecía pero quien se lo impuso tal vez no estaba
legitimado para imponerlo (1397a28).
La dialéctica y la retórica no
son disciplinas concretas, sino métodos generales, no pertenecen en exclusiva a
ninguna disciplina delimitada y específica (1354a3). La primera se ocupa de
cuestiones generales, de las cuestiones que más adelante se llamarán «tesis» y
lo hace mediante preguntas y respuestas; la segunda, empero, se centra en
cuestiones concretas, político-sociales, las que con el tiempo se llamarán
«hipótesis», y lo lleva a efecto mediante un discurso largo y tendido.
La retórica, pues, es un arte
–argumenta Aristóteles– porque responde con semejanzas o equivalencias punto
por punto (es antístrophos) al arte de la dialéctica, que es el arte que
controla sistemáticamente el raciocinio silogístico, que es deductivo, y el
epagógico o inductivo.
De la misma manera, la retórica
al desnudo es el arte que se ocupa del equivalente retórico del silogismo
dialéctico deductivo, que es el entimema (enthúmema), y de la inducción
dialéctica (epagogé), que es el ejemplo (parádeigma) (1356a 34).
Un ejemplo de entimema o
silogismo deductivo probable podría ser: “Los avaros se preocupan más del
dinero que de las personas; es, pues, probable, que el acusado, beneficiario
del testamento, que es un avaro, dejara morir a su pariente que había testado a
su favor”.
El ejemplo (parádeigma), en
cambio, tiende a generalizar o aplicar universalmente una determinada
proposición. Verbigracia: la fábula que contó a sus conciudadanos de Hímera el
poeta Estesícoro, cuando Faláride, so pretexto de vengarse de los enemigos de
la patria, pedía en la asamblea, en la que se le acababa de nombrar general con
plenos poderes, que se le proveyese además de una guardia de corps, albergando
secretamente el propósito, astuto y artero como era, de hacerse acto seguido
con el poder absoluto y convertirse en tirano.
La fábula que contó decía así:
Un caballo que disfrutaba solo de una pradera vio un día cómo se la destrozaba
un ciervo y para vengarse de él por la fechoría acudió a un hombre y le pidió
colaboración en la venganza. El hombre aceptó a condición de que el caballo se
dejase montar por él bien embridado con bocado y riendas. Como al insensato y
estúpido equino le pareció bien la tortuosa y envenenada propuesta del hombre
aceptó y la llevó a efecto, se quedó sin vengarse del ciervo y convertido para
siempre en esclavo de quien lo montó (1393b8).
La retórica es un “arte” porque
responde al arte de la dialéctica metro a metro, medida métrica a medida
métrica, como la estrofa a la antístrofa de las composiciones corales de una
tragedia. No son idénticas –como tampoco lo son la estrofa y la antístrofa–
pero sí comparables pulgada a pulgada. Y la responsión se localiza en pleno
corazón de la retórica, en la retórica al desnudo y aún no engalanada con el
atuendo de la política.
En ese momento la retórica no
es más “que la capacidad de contemplar en cada caso su capacidad persuasiva”
(1355b25), no es ni siquiera el arte “cuya misión es persuadir”, sino el arte
de “ver los medios de persuadir que hay en cada caso particular” (1355b10).
En pleno corazón de la
retórica, donde se encuentra “el cuerpo de la persuasión”, no hay más que un
arte correlativo de la dialéctica que contempla las posibilidades de
persuasión, de la misma manera que la medicina antes de curar contempla las
posibilidades de curación (1355b10).
El corazón de la retórica al
desnudo es el que genera la argumentación persuasiva, una pístis, y ésta es una
especie de demostración (1355a5). Es una especie de demostración de lo
verosímil, de lo que puede ser de otra manera, porque de lo que no puede ser
sino de una manera no delibera ni discute ni tiene que argumentar nada nadie
(1357a4).
En efecto, la mayor parte de las
cuestiones sobre las que versan los juicios “son susceptibles de ser también de
otra manera” (1357a24). Y la retórica precisamente versa sobre esas cuestiones
que “pueden ser también de otra manera”, sobre las que con frecuencia
deliberamos en el marco de lo político-social, aunque no poseemos artes
concretas que traten de ellas, dirigiéndonos a nuestros conciudadanos, que no
son expertos en contemplar largos argumentos montados sobre premisas que vienen
de lejos (1357a1).
Todas esas cuestiones y deliberaciones
de la vida de las conciudadanos, de la vida político-social, no hay que
dejarlas caer en el vacío, sino regularlas con una lógica similar a aquella con
la que la dialéctica controla las cuestiones filosóficas. Si tratamos de
someter lo verdadero a la lógica, lo mismo cabe hacer con lo verosímil.
Aristóteles está convencido de que al hombre le es dado encontrar la verdad y
lo verosímil o probable, lo eikós, porque esto se percibe con la misma facultad
que lo verdadero (1355a14).
Por consiguiente, la práctica
de argumentar sobre cuestiones que pueden ser también de otra manera no es una
actividad frustrante y sin futuro, sino que puede ser sometida a teorización y
sistemático estudio teórico-practico, pues de hecho (aquí está el filósofo
empírico) los hombres aciertan y alcanzan sus propósitos valiéndose de sus
discursos retóricos persuasivos, unos improvisándolos y otros habituándose
conscientemente a pronunciarlos de una determinada y eficaz manera, y, si esto
es así, nada impide hacer de esta práctica un “arte” provisto de su propia
metodología (1354a7), sobre todo si la apoyamos en la ya constituida y sólida
“arte dialéctica”.
Luego la retórica puede ser, debe ser y es un “arte”, una tékhne.
Una vez la retórica controlada
por la dialéctica, sometida al criterio, si no de la verdad, sí al menos de la
verosimilitud, cuya contemplación en el fondo es propia de la misma facultad
que permite la contemplación de la verdad y supone la misma actividad que
ejerce el habituado a rastrear lo verdadero (1355a14), nada impide ya que la
retórica sea moral. Podrá no serlo si se usa mal, como ocurre con todo bien
salvo la virtud, que puede ser empleado bien o mal (1355b2), pero existen ya
controles de moralidad sobre la retórica. Platón ya podía estar tranquilo: es
posible un arte retórica filosófica, seria, correlativa de la dialéctica y, por
ello, moral.
Por ejemplo: aunque el experto
en retórica puede y aun debe argumentar una tesis y la contraria con vistas a
la persuasión, no lo hará para persuadir por igual con la una o la otra,
“porque no hay que persuadir de lo malo” (1355a31), sino para entrenarse, para
aprender y habituarse a que no le pasen desapercibidas las trampas, los fallos
argumentativos y las injustas razones del adversario y así poder desmontarlas
en su oportuno momento (1355a29). La opción más lógica, más verosímil o
verdadera es la moral frente a su contraria, que sería la inmoral.
Aristóteles es tan sumamente
platónico que está convencido de que las realidades mismas de las proposiciones
contrarias sometidas a debate retórico no son nunca igualmente verdaderas o
verosímiles e indiferentes a la moral, a la ética, y por tanto moralmente
equivalentes, de forma que por igual podamos defender la una o su contraria,
sino que lo verdadero y lo que es mejor moralmente que su opuesto son siempre
susceptibles de un razonamiento más compacto y persuasivo (1355a36). Se
persuade mejor, con más comodidad y fuerza persuasiva operando con tesis y
argumentos verdaderos e inmorales que con sus contrarios. Y es que la verdad y
la justicia –he aquí de nuevo al platónico Aristóteles– son más fuertes que sus
contrarios(1355a21), por lo que es absolutamente recriminable el hecho de
dejarse vencer por los contrarios de ambas virtudes a causa de la ignorancia
del arte retórica (1355a22).
La retórica es, pues, un
“arte”; está controlada por la dialéctica, que vigila la lógica de nuestros
argumentos retóricos, que, aunque no versen sobre lo verdadero, tratan de lo
verosímil, que no se encuentra lejos de lo verdadero; es, además, moral, pues
la razón de la dialéctica nos lleva directamente a la moralidad, a la ética,
toda vez que el argumento verdadero, moral o ético es más fácil de argumentar y
probar que su contrario (1355a37).
Todo esto es platonismo puro y
duro. Platón podría estar contento con el nuevo invento del “arte retórica”
llevado a cabo por su discípulo Aristóteles. Ya la retórica diseñada por el
discípulo ha dejado de ser, como proponía el maestro, “una rutina y un
empirismo” y se ha convertido en “arte” (Platón, Fedro 270b5).
Finalmente, habrá que usar
necesariamente de esta nueva “arte retórica” controlada por la lógica y moral,
y ello por tres razones: la primera porque, aunque poseyéramos la ciencia más
exacta del mundo, en determinadas circunstancias (las circunstancias
político-sociales del discurso retórico) no podríamos emplearla ante nuestro
auditorio compuesto de ciudadanos corrientes y no de especializados docentes,
pues, si lo hiciéramos, estaríamos pronunciando un discurso de docencia o
enseñanza (1355a26) y no un discurso retórico, que es aquel cuyos argumentos se
elaboran mediante nociones comunes (1355a24) asequibles a la ciudadanía y
generalmente aceptadas, que se cumplen por lo general, aunque pueden también
resultar de otra manera (1357a34) y que sin ser necesarias se refieren a
asuntos “sobre los que ya es costumbre deliberar” (1357a1).
En segundo lugar, porque el
hombre de conducta ética no puede permitir que, por no conocer el arte de la
retórica, las causas de la verdad y la justicia sean derrotadas por sus
contrarias en los tribunales y las asambleas y, en general, en la vida en
común, política, de la ciudadanía (1355a21).
Por último: sería absurdo que
fuera vergonzoso no poder defenderse uno mismo con su propio cuerpo y, en
cambio, no lo fuera ser incapaz de defenderse con el discurso, que es más
propio, particular y específico del hombre que su propio cuerpo (1355a38).
9. Los objetivos de Aristóteles en su Retórica:
II. La retórica psicológico-ético-política
Una vez garantizado el carácter
de “arte”, de tékhne, de la retórica, gracias a que su cuerpo está constituido
por el entimema y el ejemplo (parádeigma) (1356a 34), controlables por la
dialéctica, se trata ahora de recordar que en el proceso del discurso retórico,
que es un proceso ético-político, existen tres factores, pues aparte del
discurso retórico argumentativo y persuasivo propiamente dicho, están presentes
en la actividad retórica empíricamente considerada el alma del orador y las
almas de los oyentes y sus respectivos caracteres y pasiones (1356a1).
El discurso retórico (en forma
de entimema o ejemplo )“prueba o parece probar” (1356a4), pero el carácter del
orador y la emotividad del oyente son también estrategias persuasivas, písteis
(1356a1).
El discurso retórico, que es un
discurso persuasivo, no se puede quedar plasmado en el papiro o grabado en la
mente del orador, sino que se ejecuta en un proceso en el que entran en juego
las almas del orador que habla y las de sus conciudadanos que le escuchan.
La retórica, a partir de este
momento, siguiéndole la pista al discurso retórico, se reviste de las galas de
la política, es decir, de la sociabilidad humana y, por tanto, de la ética y de
la ciencia de las almas (lo que más tarde será la psicología) para penetrar en
el estudio complejo de la comunicación retórica.
Creo que la metáfora clave para
entender el giro que experimenta la Retórica de nuestro filósofo en este
determinado momento es la que dice que “la retórica se reviste con el atuendo
de la política” (1356a 27). Y de este mismo atuendo –añade– se apropian también
unos por falta de formación, otros de fanfarronería u otras causas poco
confesables, pero, en realidad –insiste–, la retórica posee un núcleo similar
al de la dialéctica, o bien, sencillamente, es una parte de ella (1356a28).
La retórica desnuda que se apoya en la dialéctica sirve para justificarse como
“arte”, como conjunto sistemático de conocimientos teórico-prácticos, pero
luego se reviste con el atuendo de la política.
Esto es así porque el hombre es
un animal político y hace retórica en sociedad y, al ser político, es
necesariamente ético (la ética y la política son inseparables una de otra, pues
la primera se subordina a la segunda) (Aristóteles, Ética a Nicómaco 1094a27),
y, por consiguiente, la retórica se presenta normalmente revestida de las galas
de la política y de la ética, y, por ende, de la ciencia de las almas, esa
ciencia que Platón reclamaba como indispensable auxiliar de un “arte retórica”
(Fedro 271b).
¡Qué duda cabe de que en la actividad retórica el empírico Aristóteles
reconocía la existencia de la tensión de almas entre el orador y su auditorio,
de la misma manera que su maestro Platón y él mismo reconocían la fuerza “arrastradora
de las almas”, psicagógica, de la obra poética! (Platón, Minos 321a;
Aristóteles, Poética 1450b17).
¿Cómo dejar fuera del arte de la retórica las almas y los caracteres del orador
y de los oyentes? ¿Cómo olvidarse de los factores emocionales de todo discurso
que pretenda ser persuasivo?
Lo justo –dice Aristóteles–
sería usar la retórica para competir con los hechos mismos, “demostrar que el
hecho es tal o que no lo es, que sucedió o que no sucedió”(1354a27), de modo
que todo lo que quedara fuera de la demostración resultara superfluo, pero por
la depravación del oyente (1404a5) hay que acogerse a todas las estrategias
persuasivas del acto de habla retórico propio del hombre como animal político y
no dejar ninguna a su aire, a la improvisación. Y éstas son fundamentalmente el
atractivo y fiable carácter del orador (êthos) y la emotividad del oyente
(páthos).
Por eso el Estagirita, sin
conciencia de estar incurriendo en una contradicción, nos amplía la definición
de la retórica.
Ya no es la mera disciplina
teórico-práctica correlativa de la dialéctica, o sea, “la facultad de
contemplar la capacidad de persuasión de cada caso” (1355b25), que era la que
la justificaba como arte gracias a su fundamentación correlativa o
“antistrófica” sobre la dialéctica, ni el arte de “ver los medios de persuadir
que hay en cada caso particular” (1355b10), definición que asimismo apoyaba la
dimensión dialéctica de la retórica, sino “una ramificación de la dialéctica y
de la ética política” o, mejor dicho, de la política que engloba a la ética o
ciencia de los caracteres (1356a25). Ésta es la definición de la retórica
revestida ya con el necesario atuendo de la política (1356a 27). Esta retórica
responde al requisito platónico de atender a las almas de los oyentes para adaptar
a ellas el tipo de discurso que más les convenga (Fedro 271b).
No hay, pues, contradicción
ninguna entre ambas definiciones, porque la retórica es una cosa y otra. La
retórica es dialéctica aplicada a la confección de un argumento persuasivo y es
también y a la vez ética política aplicada a la persuasión propia del discurso
retórico.
El cuerpo de la persuasión y,
por tanto, el cuerpo de la retórica, que está constituido por la argumentación
del entimema y del ejemplo (parádeigma), configura su dimensión de “arte”
correlativa a la dialéctica, y así es la causa de que no sea indiferente
defender la verdad, la justicia y el bien o sus contrarios, porque la verdad,
la justicia y el bien son siempre más fáciles de argumentar y más capaces de
generar persuasión que sus contrarios (1354a15 y 1355a21).
Pero este cuerpo de la
retórica, cuerpo o fundamento de la persuasión (1354a15), que es esencialmente
el entimema, se reviste, en cuanto actividad político-social que es, del ropaje
que le proporcionan la ética y la política, pues ambas disciplinas son el
ámbito en el que la retórica debe moverse (pues la retórica sirve para actuar
entre conciudadanos que deliberan sobre asuntos comunes, cuestiones
ético-políticas que “pueden ser también de otra manera” (1357a24), cuestiones
que se suelen tratar en la ciudad (1357a1) y porque, justamente por esa precisa
razón, ética y política suministran a la retórica la mayor parte de los temas
sobre los que versa). La retórica en acción es, por consiguiente, un núcleo de
actividad correlativa a la dialéctica y un ropaje o atuendo ético-político,
dado que en el discurso retórico alguien –un ciudadano– dirige un discurso
persuasivo a alguien –un conciudadano– o a todo un colectivo de conciudadanos.
La diferencia entre el modelo
retórico del Fedro y la reelaboración aristotélica de la Retórica es que en el
diálogo platónico el discurso retórico se lo dirige a sus oyentes el
irreprochable filósofo-rey, mientras que el empírico Aristóteles cuenta con un
orador al que le exige un carácter atractivo y fiable para generar la
persuasión de su auditorio.
En efecto, establecido el hecho
de que la retórica se ocupa de un proceso de comunicación ético-político, el
Estagirita no tiene el menor inconveniente en reconocer que en el discurso
retórico las estrategias persuasivas no sólo surgen merced a un argumento
demostrativo, sino también –como había señalado Platón– como resultado de la
aplicación de estrategias psicológicas, de las cuales una es ética, basada en
el carácter del orador, pues concedemos credibilidad al orador que parezca ser
bueno, benévolo o ambas cosas a la vez (1366a9), y otra psicológica, la
enraizada en la emotividad del oyente. Es más, el carácter del orador,
aunque algunos tratadistas de retórica lo desdeñaran como si no contribuyese
para nada a la persuasión, es para Aristóteles una estrategia de enorme poder
persuasivo (1356a12).
También los oyentes son importantísimos en el proceso de la ejecución del
discurso retórico por dos razones principales. La primera es que son jueces y
la segunda es que con frecuencia son arrastrados a una pasión por el discurso y
nadie (ni nosotros mismos –dice el maestro–) concede el mismo veredicto cuando
está embargado por la pena y cuando está alegre, o cuando es presa del amor y
cuando está dominado por el odio. Las decisiones de los jueces son muy
diferentes según estén en una situación anímica o en la otra (1356a14).
Otra vez estamos ante el
Aristóteles platónico-empírico, que percibe que en el proceso de la persuasión
del discurso retórico la última palabra la tiene el oyente, que pasa a ser por
tanto el “oyente-juez” (aquí está el filósofo empírico), y que por eso
considera importantísima la recomendación platónica de estudiar las almas de
los oyentes (aquí nos topamos también con el filósofo platónico). Aristóteles
introduce sorprendentemente, de manera realmente moderna, su genial idea de la
perspectiva del “oyente-juez” como la dominante de todas las demás posibles en
el proceso retórico.
Ya no se trata de contemplar
(Retórica 1355b10) o, sencillamente, ver, en el objeto o la cuestión misma
sometida a debate las posibilidades de persuasión con las que cuenta (Retórica
1355b10), sino de poner en el punto de mira al oyente, que es o bien
espectador-juez al que el orador de discursos epidícticos o de exhibición debe
deleitar y mostrar al mismo tiempo su capacidad de elocuencia, o bien juez pura
y simplemente de los acontecimientos pasados (en la oratoria judicial) o de los
acontecimientos venideros (en la oratoria deliberativa), a los que el orador se
refiera en su discurso (Retórica1358a37).
Uno de los rasgos importantes
de esta definición es que en ella se establece con meridiana claridad que la
finalidad del –como hoy diríamos– acto de habla persuasivo que viene a ser el
discurso retórico es el oyente, el “oyente-juez”, a cuya persuasión va dirigido.
Y así como la causa final suele coincidir con la formal (Metafísica1044a36), en
el acto de habla generador de persuasión que es el discurso retórico, las
expectativas del oyente determinan la forma del discurso, por lo que existen
tres géneros de oratoria, la judicial, la deliberativa y la epidíctica.
Aristóteles divide, en efecto,
la oratoria en tres especies, judicial, deliberativa y epidíctica o de
exhibición, porque en un discurso judicial el oyente juzga sobre hechos del
pasado (si alguien cometió o no un asesinato), en un discurso deliberativo o
político el oyente juzga sobre una propuesta que un político hace con vistas al
futuro, y, finalmente, en un discurso epidíctico o de exhibición y lucimiento
el oyente es espectador que se recrea con el elaborado discurso y, al mismo
tiempo, actúa como juez valorando la capacidad para la oratoria del
discurseador.
Por obra de Aristóteles, la
figura del “oyente-juez”es fundamental en retórica . Lo es tanto que es muy
considerable el número de páginas que en su Retórica dedica el Estagirita al
análisis de las emociones o estados de ánimo pasajeros que el orador, para su
provecho, puede hacer surgir en sus oyentes a lo largo de su discurso y el de
las que asigna al estudio de los caracteres de los miembros de su auditorio
atendiendo a su edad, su clase social, su riqueza y su poder. Dieciséis
capítulos del libro segundo (II, 2-17) tratan de los caracteres (12-17) y las
pasiones (2-11) como estrategias persuasivas.
Me encanta leer, por poner un
ejemplo, la descripción del carácter de los jóvenes (1389a3). Jamás la olvido
cuando tengo que hablar a un auditorio en el que predomina la juventud. Con ese
fin precisamente compuso el Estagirita ese capítulo de su Retórica.
Los jóvenes –dice nuestro
maestro– son concupiscentes de carácter y les encanta hacer siempre lo que
desean. Son muy seguidores de las pasiones venéreas (1389a3).
Son variables y se hartan con facilidad, son fuertemente concupiscentes, pero
sus deseos son agudos pero no prolongados, pues se les pasa la pasión deprisa,
como la sed y el hambre de los enfermos (1389a6). (Esta última comparación me
parece genial).
Son apasionados, de cólera
pronta, y se dejan llevar con facilidad por los impulsos. Se dejan llevar por
la ira, no soportan ser tenidos en poca consideración y se irritan sobremanera
si se consideran víctimas de la injusticia (1389a9). Les gusta el honor,
la victoria, el sobresalir. En cambio, no son codiciosos, porque nunca han
pasado necesidades (1389a11).
No son malvados de carácter,
sino más bien cándidos, porque les falta la experiencia, el no haber visto
muchas maldades (1389a16). Son confiados por no haber sido engañados muchas
veces. Y son bienesperanzados como los borrachos, porque a ellos también los
caldea, si no el vino como a los beodos, sí su propia naturaleza (1389a17).
(Otra comparación que me parece genial). Y viven por la mayor parte llenos de
esperanza, porque la esperanza es lo propio del futuro como el recuerdo es lo
propio del pasado, y resulta que los jóvenes tienen ante sí un largo futuro y
tras de sí un muy breve pasado (1389a20). (Acertadísimo juicio, en mi opinión).
Son fáciles de engañar porque
esperan con facilidad, y son sobremanera valerosos porque están llenos de
esperanza (1389a24). Son más bien valientes, porque son animosos y esperanzados
(1389a25). Son vergonzosos, pues todavía no conciben otros bienes sino
los de su convencional educación (1389a 28). Son magnánimos porque la vida
todavía no los ha humillado suficientemente y porque por eso mismo están aún
llenos de esperanza (1389a29). Se lanzan a hacer el bien con más facilidad que
a llevar a cabo lo que les conviene, pues viven más de acuerdo con su carácter
que con su reflexiva razón, ya que prefieren la virtud de lo bueno al cálculo
de lo conveniente (1389a32). Son más amigos de sus amigos y compañeros de sus
compañeros que los que tienen edad más avanzada, porque les complace y hasta
embelesa la convivencia y para nada piensan nunca en la utilidad ni, por tanto,
tampoco cuando escogen a los amigos (1389a35). Se pasan en todo, todo lo hacen
exageradamente, lo suyo es por doquier la demasía, pecan por exceso, aman con
exceso, odian por exceso, no tienen término medio (1389b2). Se creen que lo
saben todo y hacen siempre afirmaciones contundentes, de lo que deriva su
conducta exorbitante y descomedida (1389b5). Son compasivos por creer que todos
los demás son buenos y aun mejores que ellos mismos, dado que miden al prójimo
con la carencia de maldad que a ellos mismos les es propia (1389b8). Les
encanta la risa y la chanza, pues la chanza no es sino la insolencia educada
(1389b10). Toda esta serie de reflexiones sobre el carácter de los jóvenes
ayuda -y mucho- a los oradores que se ven en la necesidad de dirigir su
discurso retórico a un auditorio compuesto por jóvenes.
En la serie de capítulos
dedicados a las pasiones, me llaman especialmente la atención los dedicados al
terror y la conmiseración, por cuanto la tragedia, tal como lo explica
Aristóteles en la Poética (1449b24), suscitando en la representación dramática
estas emociones, produce placer a través de la expurgación o kátharsis en las
almas de los espectadores precisamente de las mencionadas pasiones.
El terror –nos dice el
filósofo– es la pena o turbación resultante de la representación de un mal
inminente. Para sentir terror es menester que quede alguna esperanza de
salvación en las circunstancias angustiosas en que el atribulado se encuentre
(1383a5).
La conmiseración es la pena o pesar por un mal destructor y penoso que agobia a
quien no lo merece (1385b13). Son capaces de pensar que puede ocurrirles un mal
los instruidos, porque ellos son duchos en calcular (1385b 27).
El placer que proporciona la
tragedia –lo estamos viendo- es básicamente de índole intelectual, pues exige
del espectador la intelección de la mímesis o imitación que contempla
representada en escena, y hasta las mismas pasiones que contagia (las mismas de
las que purifica) presuponen asimismo una operación intelectual. Pero es, al
mismo tiempo, “psicagógico”, es decir, “arrastrador del alma”, (Poética
1450b17), toda vez que la poesía representa “caracteres, pasiones y acciones
humanas” (Poética 1447a28) y la tragedia purifica de las determinadas emociones
a sus espectadores .
Pero además, al placer
intelectual-emocional de la tragedia hay que añadir –tal como nos lo muestra la
Poética de Aristóteles– el placer estético de la obra poética, que se nos
presenta en el lenguaje poético, ese “lenguaje sazonado” con ritmo, armonía y
estilo.
El estilo para el maestro
Platón y para su fiel discípulo
Aristóteles es un aderezamiento, condimento o adorno del lenguaje.
Hemos llegado al estilo, un
componente del discurso retórico sobre el que también se había expresado Platón
en el Fedro.
10. Los objetivos de Aristóteles en su Retórica:
III. La retórica y el estilo del discurso.
Dada la íntima conexión entre
“forma” y “finalidad” en la teleológica filosofía aristotélica, se entiende
bien que Aristóteles insista en la importancia que la “forma “, o sea, el
estilo, del discurso tiene para que parezca apropiado a su función persuasiva .
El estilo del discurso retórico
ha de ser claro, pues en caso contrario no cumplirá su cometido ni alcanzará su
primordial objetivo . Pero, por otra parte, no ha de ser ni bajo ni encumbrado
por encima de lo debido, sino adornado con ciertos aderezos no muy marcados, de
los que –añade– se ha tratado en la Poética .
Y ello debe ser así –nos explica– porque el apartarse de la dicción ordinaria
confiere al estilo una dignidad que actúa favorablemente en el proceso
persuasivo en el que se instala el discurso retórico. Es necesario hacer
extraña la lengua –nos aconseja–, porque se admira lo extraño, lo que está
lejos, y lo que se admira es agradable y
añadiría a lo que resulta agradable los
jueces dan su aquiescencia con mayor facilidad.
El estilo ideal, por tanto, del
discurso retórico es el que resulta a la vez sencillo y brillante, lúcido y rutilante.
En poesía, en la dicción trágica, fue Eurípides el primero que dio con esta
sutil mezcla de sencillez y elegancia, pues acertó a combinar elegantemente
palabras elegidas de la lengua corriente .
Toda esta doctrina estilística
aristotélica presupone el concepto de la organicidad de la obra poética o del
discurso retórico como resultado de la coincidencia de “finalidad” y “forma”.
Si el discurso retórico sirve
para persuadir, ha de ser fundamentalmente claro, bien ordenado y ha de exhibir
ciertos ligeros aderezos que le doten de persuasiva dignidad, pero no muy
marcados aditamentos que sustraigan la atención del oyente, que debe en todo
momento estar atento al hilo de la argumentación. Por ejemplo, en cuestión de
ritmo, el discurso retórico ha de ser rítmico pero no en verso, pues la
recurrencia poética del verso haría que el oyente estuviese de continuo
atendiendo a ver cuándo retorna la cadencia, lo que, inevitablemente, le
distraería de la argumentación del discurso, que es esenciada.
La esencial organicidad del
discurso retórico en sus partes, tal como la expusiera Platón en el Fedro, es
causante de que Aristóteles estudie las palabras estilísticamente seleccionadas
(este proceso se llamará eklogé) sin perder de vista su combinación en lo que
hoy llamamos el eje sintagmático en el que se integran (más tarde este proceso
se denominará súnthesis) .
Un discurso es como un trenzado
de palabras que se eligen y se combinan las unas con las otras. Y así, con este
trenza miento, se va formando un tejido orgánico y unitario, el discurso
retórico, a base de partes bien enlazadas las unas con las otras. En el
discurso retórico, las recurrencias, las figuras y hasta el ritmo han de ser
menos frecuentes y perceptibles que en el discurso poético. Aun así, el
discurso retórico, como el poético, debe estar bien dotado de cohesión y
compacidad en sus partes y en la relación de éstas con el conjunto.
Las partes del discurso
retórico –nos explica el Estagirita–podrían reducirse en puridad a dos, la
exposición y la argumentación. Pero en el discurso judicial viene bien entre
una y otra la narración de los hechos sobre los que se va a juzgar, mientras
que en el discurso deliberativo pronunciado en la asamblea no es necesaria dado
que todos los asistentes conocen el tema del que se va a debatir, y, por otro
lado, en un discurso epidíctico no hace ninguna falta una parte dedicada a
rebatir las opiniones de un presunto adversario. Sin embargo, en cualquier
discurso retórico, en virtud de su función, son indispensables, desde el punto
de vista de la forma, dos partes íntimamente ligadas: una en la que se exponga
el tema, qué es lo que se va a demostrar, y otra que contenga la demostración misma.
En cualquier caso, no obstante,
las funciones de las partes de un discurso dependen del género de la oratoria
al que éste pertenece. Por ejemplo, los exordios del género epidíctico o
demostrativo han de pronunciarse desde la alabanza o el vituperio, como hiciera
Gorgias en su Olímpico diciendo: “Sois dignos de ser celebrados, ¡oh griegos!,
por muchas gentes”. Los exordios de los discursos epidícticos se parecen, pues,
a los prólogos o preludios de los ditirambos.
En cambio, el exordio del
discurso judicial o forense sirve para adelantar el tema del discurso, al igual
que ocurre en los prólogos de los dramas o de las composiciones épicas.
Los prólogos del género
oratorio deliberativo, por su parte, dado que en estos discursos se conoce de
antemano el tema a tratar, versan sobre el propio orador o sobre sus
adversarios o sobre el asunto mismo a debate en un intento de darle más o menos
importancia, de acumularle o restarle odiosidad.
Función y forma, pues,
interpenetrándose, generan esos ideales discursos, orgánicos, compactos y
coherentes en la relación de sus partes con el todo, que constituían ya el
modelo del discurso platónico en el Fedro, el comparable a un ser vivo .
Aristóteles, como estamos viendo, acerca, en el campo de la estilística, la
retórica a la poética.
El discurso retórico se
diferencia estilísticamente del discurso poético en virtud de su específica función
persuasiva. El discurso retórico es un discurso que no puede ser ni prolijo ni
conciso o breve en exceso, porque correría el riesgo de no entenderse, y si no
se entendiera, no persuadiría y no sería un discurso retórico. “Es evidente”
–añade el maestro– “que el término medio es lo que le queda bien ajustado” .
Pero, por otro lado, como su función es persuasiva y con la palabra se agrada
al “oyente-juez” y el agrado produce persuasión, no ha de desdeñarse de ningún
modo esa posibilidad lingüística, sino que debe procurarse que el discurso
retórico persuada con un estilo agradable que se logrará mezclando bien las
palabras corrientes con las extrañas (pues lo extraño es admirable y lo
admirable es deleitoso y lo deleitoso es persuasivo) e introduciendo en él el
ritmo (esa biensonante recurrencia que se extrema en la poesía) y, en general,
la persuasión que procede de la conveniencia .
Se puede, pues, establecer, a
juicio del Estagirita, que de hecho la establece, una comparación estilística
entre el discurso retórico y el discurso poético, entre la prosa y el verso,
con lo que se produce en la Retórica aristotélica una aproximación a nuestro
moderno concepto de literatura.
El estilo escrito –dice
Aristóteles– es el más exacto, pero el estilo agonístico, competitivo, de discusión,
es el más teatral.
La viveza y teatralidad del
discurso oral choca y destaca vivamente con la exactitud y el acicalamiento del
discurso escrito.
La ausencia de conjunciones y
la repetición varias veces de lo mismo, dos rasgos con razón inaceptables en el
estilo del discurso escrito, son rasgos característicos del estilo del discurso
oral del que se sirven los oradores con vistas a la teatralidad.
Es lenguaje vivo, oral,
lenguaje en acción, teatral, el que, por ejemplo, se pronuncia en este texto
repetitivo: “Ése es el que os ha robado, ése es el que os ha engañado, ése es
el que ha intentado traicionaros hasta lo último”.
Y asimismo es lenguaje oral,
pragmático y teatral el decir sin conjunciones tres verbos en parataxis como
éstos: “Llegué, comparecí ante él, le suplicaba”.
Sin conjunciones parece que en el mismo espacio de tiempo se dicen más cosas
que si recitásemos el mismo texto provisto de conjunciones, porque la conjunción
unifica, mientras que el asíndeton amplifica, magnifica.
Parece, pues, evidente que, tal
como nos lo demuestra el empírico filósofo Aristóteles, el estilo es una
importante estrategia persuasiva del discurso retórico, por lo que a la
estilística no hay que echarla en saco roto, antes bien, es menester, como
venía haciendo la retórica anterior de rétores y sofistas, tomar muy buena nota
de ella, en la idea de que tiene mucha importancia el hecho de que
estilísticamente se pronuncie el discurso de la forma apropiada.
También en este campo del
estilo, la funcionalidad influyendo en la forma del discurso, organizándolo y
dotándole así de la debida eficacia, una idea platónica que el Estagirita hace
empírica, sale a relucir constantemente en el tratamiento que hace del estilo
nuestro filósofo platónico-empírico.
Veamos un ejemplo:
“Cuanto más numerosa sea la
multitud que contempla, desde más lejos se realiza la contemplación” .
El filósofo comenta esta frase
diciendo que ocurre con los discursos deliberativos lo mismo que con la pintura
de la escenografía en el teatro. Es decir, si es grande la masa de los
contempladores, del auditorio, de los asistentes a la representación, los
pormenores sobran, son absolutamente superfluos y hasta parecen mal. El
discurso en ese caso debe pergeñarse a base de gruesos trazos y no de sutilezas
e inasibles quintaesencias.
He aquí, una vez más, al
teleológico filósofo platónico convencido de que la forma de un discurso
depende de su finalidad, y al mismo tiempo al filósofo lo suficientemente
empírico para comprender que, precisamente por ello, en la dura realidad, el
discurso dirigido a las masas no debe ser en exceso sofisticado o minucioso,
porque no se entenderá, del mismo modo que las menudencias y pequeñeces en la
pintura del telón de fondo colocado en la escena del teatro no podrán ser
percibidas desde las filas más alejadas del teatro.
11. A modo de conclusión
La Retórica de Aristóteles es
un libro difícil, porque, para empezar, además de otras aparentes
contradicciones, su autor define el objeto que estudia de dos maneras
distintas. La retórica es primero una disciplina correlativa de la dialéctica y
luego una ramificación de la dialéctica y de la ética política .
Da la impresión, en un
principio, de que su discurso retórico va a estar estrictamente controlado por
la dialéctica en exclusiva , pero luego se nos muestra abierto también a otras
estrategias persuasivas, como el carácter del orador, las emociones suscitadas
en el oyente y la conveniente elegancia del estilo .
Las tradicionales explicaciones que han venido ofreciéndose veían en tales
discrepancias el resultado del zurcido de textos compuestos en diferentes
fechas, unos cuando el filósofo era platónico, y otros cuando era empírico.
Yo creo que las contradicciones
son sólo aparentes, que son vanos espejismos, porque Aristóteles fue un
filósofo tan sumamente original que, en el área de la retórica, tomó doctrina
de Platón y, a la vez, de los rétores y sofistas a los que el «divino filósofo»
se oponía.
En efecto, fue un filósofo genial que, al tratar de configurar un “arte
retórica”, procedió –como hizo también en otros estudios– respetando los datos
(phainómena) que previamente había acopiado, y luego sometiéndolos al yugo de
una doctrina filosófica teleológica, de innegable cuño platónico.
De esta manera fundamentó la
retórica como “arte” sobre la base de la dialéctica, pero supo muy bien desde
el primer momento que con la dialéctica sólo la retórica no se haría realidad,
porque el proceso persuasivo del discurso retórico era un proceso
político-social de un ciudadano dirigiéndose a sus conciudadanos, de un alma
actuando sobre otras almas mediante los caracteres, las pasiones, las emociones
y las palabras elegantes bien escogidas y mejor combinadas.
Aristóteles es un filósofo al
mismo tiempo platónico y empírico. Los seres extraordinarios pueden ser a la
vez dos cosas aparentemente contrarias. Con poca frecuencia, pero sí a veces,
no hay más remedio que creer en los centauros.